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En Acapulco aprendí a reír…

Por Everardo Monroy
julio 5, 2018
en Opinión política
Mis primeros pasos en Acapulco
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En Acapulco jamás fui hostilizado en mis incursiones de niño y adolescente. Siempre recibí muestras de amor y solidaridad.

Ahí aprendí a reír y ayudar al prójimo.

Todo lo contrario en Huayacocotla, pueblo serrano, frio e inhóspito: los castigos y desafectos arreciaron y lamenté no haber sido boxeador.

 Ahí lloré en demasía.

Mis apellidos carecían realmente de la sustancia filial, por el alejamiento de mis padres Fernando y Lucina. De sus calenturas febriles arribamos a la tierra tres hermanos con su misma sangre y apellidos: Sergio, Everardo y Olaf.

El más pequeño, el menos afortunado de caricias paternas, terminó en brazos de la bisabuela materna, partera y curandera del pueblo: doña Conrada.

Olaf desde que aprendió a caminar se convirtió en el lazarillo de la anciana, su doloroso calvario…

En Huayacocotla me indignaba observar a mi hermano mayor, rebelde y de piel oscura, ser aporreado como un costal de box, por los responsables de nuestra crianza: una tía de recio carácter y su marido, el recaudador de impuestos del pueblo.huayacotla guerrero opinion acapulco chilpancingo

No deseaba tener amor filial sin compartirlo con Sergio, al que mi padre le negaba su derecho afectivo, y eso lo convirtió en una especie de Huckleberry Finn: rebelde, respondón e irreverente.

Llegué a esconder las escobas, fustas y trancas de las puertas para evitar que con ellas lo golpearan. También, en acciones punitivas, de noche le negaban el acceso a su recámara y un plato de comida caliente.

Tuve que aprender a abrir el candado de la alacena para sustraer leche, tortillas  y queso sin la anuencia de los tíos.

El plato y el pocillo de peltre con alimentos los depositaba después de la puesta del sol en el alfeizar exterior de la ventana de mi habitación para que Sergio sobreviviera.

Mi padre había reconstruido su vida emocional con una nueva familia, noble y genuina, y mi madre, enferma de pasión y resentimiento, terminó temporalmente recluida en un centro de rehabilitación contra las adicciones de la ciudad de México. Después de superar su mal de amores se desposó con un hombre de talacha, conductor de autobuses urbanos, y nuevamente fue madre de tres mujeres y un hombre: Gema, Tania, Gabriela y Armando.

Una tarde de invierno, ante la necesidad de conseguirle comida a Sergio, decidí sustraer galletas y latas de sardina enjitomatada en una tienda de abarrotes, adyacente a la casa de mi tía, nuestra tutora.

La Bodega, como se llamaba la abarrotera, escondía un gran secreto familiar que después se difundió, como plaga maligna, con toda su carga de morbo en los hogares y cantinas del pueblo.

Antes de descender del tapanco y poner mis descalzos pies sobre el mostrador de algarrobo y chapa metálica fui descubierto por don Luis Gómez, el propietario del negocio.

Llevaba una lámpara sorda en la diestra.

– Chamaco ¿qué haces ahí?… – preguntó mientras me aluzaba el rostro.

– Nada…don Luis – alcancé a balbucir y volví a treparme al tapanco sin ser perseguido.

Ante el temor de recibir una chicotiza, hui a la cabaña de la bisabuela Conrada, quien me acogió durante siete días mientras su hija Elvira, la madre de mi madre, llegaba a rescatarme.

Tenía trece años y había terminado la primaria.

Temerle a mi padre no era algo fortuito.

Sus prolongadas ausencias en el seno familiar, por ser empleado de la Secretaria de Agricultura y Recursos Hidráulicos, le otorgaban el suficiente liderazgo para imponer castigos, sin consulta, a quien trastocara las reglas de convivencia en el hogar.

Mi tía, la hermana mayor, y su esposa, mi madrasta Gumercinda, le daban los pormenores del comportamiento de sus cinco descendientes: mis tres hermanastros (Germán, Oscar y Ariel), Sergio y yo. En años posteriores, lejos de Huayacocotla, nacerían Sandra Lorena y Raymundo.

En dos ocasiones perdí el conocimiento ante los potentes cruzados y los uppercut de mi padre. Tenía buen punch, después de su gusto por el futbol americano.

Y aun así jamás dejé de amarlo y recordarlo.

La abuela Elvira Martínez radicaba en la ciudad de México y vivía de un estanquillo de refrescos, cigarros y chocolates en la avenida Durango de la colonia Roma. Por una manda, vestía el hábito de las monjas carmelitas y un enorme escapulario sobre su delgado pecho.

Los domingos iba a un templo católico dominico, en la colonia Polanco, donde asistía a misa y se confesaba. También, cada noche oraba diez padres nuestros y cien avemarías. Lo hacía de rodillas, frente a un gran crucifijo empotrado en la cabecera de su cama.

No pude someterme a ese régimen de claustro monástico y abandoné a la abuela, mi colección de historietas de Kaliman y Memín Pinguín, y el estanquillo.

En un mes se reanudarían las clases, de acuerdo al calendario escolar, y preferí retornar a Acapulco y reencontrarme con el barullo porteño, la morisqueta con trozos de pescado frito y los zambullones  y corretizas en las aguas pardas de la playa Tlacopanocha.Blog_20140731_Gb_Acapulco1950

– ¿Tienes papá? –  me preguntó don Guido, el pintor de brocha gorda cuando le pedí que me diera trabajo.

– No, solo mamá, señor…

En mi tercera incursión al puerto de Acapulco no deseaba repartir cloro embotellado y estar bajo la férula de doña Zulema Ampundia. Su dureza me recordaba a mi hermano mayor doblegado por las horrendas golpizas de la tía.

– Bueno, ahora vas a vivir con Carmela y mi hijo Lucio –  me dijo don Guido Gándara frente al esqueleto de una casa de dos pisos de la

http://www.viagragenericoes24.com/que-es-la-viagra

avenida Cuauhtémoc – . Después de terminar el trabajo te voy a llevar con ellos, pero calladito te ves más bonito. Nada de hablar de Zulema y mis chamacos, menos del trabajo, porque ella lo sabe todo… Ese es el trato… Pedro trabaja conmigo y te va a enseñar a lijar y pintar… Tienes que ponerte a las vivas…

No cuestioné su propuesta, porque conocía el trato que les infringía a sus trabajadores. Don Guido era tan transparente como su uniforme de calle y siempre mirada de frente. Su única debilidad eran las mujeres y la vejez. Se negaba a envejecer y combatía las canas con tinturas y las arrugas con cremas. Le gustaba tener hijos-gaviotas y mujeres-gallinas que lo toleraran en la cama, todas las mañanas ante el espejo y al depositar sus cien pesos diarios sobre la repisa de iconos sagrados.

Carmela me recibió con un  bebé en brazos y unos metros atrás, en la mesa, estaba sentado Pedro ante un platón de ceviche y un paquete de galletas saladas. De inmediato abandonó la silla y corrió hacia mí.

– ¡Brother! – exclamó efusivamente al abrazarme -. Yo supe que regresarías y se lo dije a mis hermanos…

Los libros lograron amansarme y amar la verdad.

En la calle Aquiles Serdán, donde don Guido le compró un departamento a su amante, quince años menor que él, se había construido un cine poco común por la falta de techo y su programación: El Bahía.

Lo conocí la misma noche que Carmela me entregó una amarillenta y parchada sábana y la vi sin pantaletas, limpiándose su peludo pubis con una bola de papel sanitario, después de orinar.

Algo

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tenía que suceder, no lo niego…

Y como fue…

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